Este jueves encargué un alimentador para el portátil. ¡Más de dos meses con el ordenador encima de la mesa como pisapapeles! Es absurdo que intente colgar cómo han sido mis dos primeros meses de trabajo, mis fines de semana aquí, etcétera. Hay una teoría que dice que con tres dibujos se puede relatar una historia. Como yo no sé pintar, tendré que conformarme con seleccionar y sintetizarlo todo con tres imágenes...
sábado, 15 de noviembre de 2008
jueves, 6 de noviembre de 2008
Viajar sentado a la mesa
Junto a la M30 hay una mezquita. 12.000 metros cuadrados, la más grande de Europa. Tiene las paredes de mármol y un alto minarete desde el que realizan el llamamiento a la oración. A cien metros de la entrada, entre el tanatorio y el templo, había ayer un coche con todas las lunas reventadas. Frente a la garita del guardia, una vez pasada la verja de la entrada, hay otra puerta a través de la cual se cruza una valla blanca, y das a una rampa descendente. Bajada la rampa, hay una terraza con sillas de plástico rojas, de marca de refresco, y unas puertas corredizas de cristal. En el interior hay un bar-tetería, donde los parroquianos pueden sentarse en mesas. Si se atraviesa el bar, se sale a una galería de mármol de la que salen varios pasillos. Tomando el primero a la izquierda, que da a unas escaleras, se accede al piso inferior de una gran hall central adornado con azulejos. En una de sus paredes reza “Sólo hay un único Dios, Alá, y Mahomma es su profeta”. A la izquierda, más o menos debajo de lo que debe ser el bar, hay una puerta abierta que da a una salón iluminado con lámparas. Es un restaurante, totalmente en el interior de la mezquita. Ayer fuimos a comer allí.
No aceptan tickets restaurante, por supuesto, pero el menú es bastante barato y para comer no está mal del todo. Una sopa de lentejas amarillas con especias, tayín de pollo, repostería, pan y refresco por doce euros. El único tayín que había probado antes fue en Bruselas y era de cordero y, francamente, estaba mejor. También es verdad que estaba hecho por un marroquí cuyo nombre aún no sé cómo se escribe, cuando aún era él quien salía con Verónica (más o menos unos días antes de que le llamase zorra y quisiera partirme el morro) y cocinaba con la intención de seguir conquistándola.
Hoy he comido en un tailandés que está a medio camino de mi casa y de mi trabajo. Éste era sólo un restaurante. Decorado en plan moderno, con iluminación bien pensada y muebles modernos. Nada de dragones de oro ni flores de plástico multicolor. Menú Urbano. He elegido los entrantes (frente a la ensalada) con costilla, brocheta de pollo con salsa de cacahuete y un rollito de verduras con un diminuto bol con salsa para echar. De segundo plato nos han sacado una fuente con cuatro cuencos de base cuadrada, con arroz blanco, pollo al curry, verduras con salsa de coco y carne guisada con salsa de tamarindo. De postre, muy bueno, flan de coco. Todo por 15,95 (o dos tickets y noventa y cinco céntimos).
Y qué queréis que os diga. No está mal probar cosas nuevas, pero no entiendo aquellos que alucinan con las comidas exóticas como si fueran algo prodigioso (sólo con un animal, el cerdo, ya hay cientos de platos que no sirven en la mezquita). La verdad, ambos sitios bien, pero sólo bien. Por menos de lo que cuestan estos restaurantes, en Santa Hortensia tengo mucha más variedad de comidas a lo largo de la semana y del mes, mientras que estos sitios de comida típica tienen un menú estático. ¿Acaso la comida regional que puede servirse por doce euros se limita todos los días a ocho, diez o doce platos perpetuos? En Santa Hortensia no. Y sólo cuesta nueve euros. O un ticket y euro y medio. Lo cual afianza mi idea de que tenemos una cocina completa, que incluye gran variedad de sabores, texturas e ingredientes.
Me han dicho que hay un extremeño al lado de mi casa que se llama Oro Graso y que acepta tickets restaurante. Uno de esos domingos con sólo hielo y musgo en la nevera me bajo a comer ahí. Me invita el curro. Olé
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