Soy bastante reacio a pasarme la noche con una consola pudiendo ir a cualquier garito con música y gente de carne y hueso, pero cuando enchufaron la guitarra de plástico y cada uno de nuestros anfitriones tocaron la primera canción, todos quisimos probar. Probar, y probar y probar... A las 4 de la mañana aún seguíamos, por escrupuloso y ansiado orden, saliendo al escenario, entre vasos de calimocho y litronas de cerveza, engachados a la pantalla y a la combinación de colores que te indica cómo ser una estrella de las cinco cuerdas.
La guitarra de plástico tiene cinco botones en el mástil, de cinco colores y que sustituyen las cinco cuerdas, y un botón en su parte inferior que se debe pulsar cada vez a modo de rasgado. En su parte inferior hay una palanca con la que se puede añadir el efecto de distorsión a la canción. Una cosa simple pero realmente adictiva.
Como muestra, en youtube aparecen vídeos de chavalines ( de 5 y 8 años) dominando el tema. Joder, entonces esto se puede hacer.
En la pantalla, en función de la canción y el nivel de dificultad, aparecen una sucesión de órdenes de colores que hay que tratar de repetir con el mayor acierto sobre tu instrumento de plástico. Si eres bueno te aplauden y te jalean, si eres malo te abuchean, y si eres horrible y tus dedos son morcillas no dejarán que acabes ni la canción. Risas y miedo escénico asegurados cuando tocas tus canciones favoritas. Yo pasé muy bien el primer nivel, con sólo tres 'notas'. En cuanto tuve que pasar a tocar con el dedo meñique fue horrible. Toda una gira cancelada y contratos millonarios a la basura por comerme todas las teclas azules. Ahora sé qué dedo puedo cortarme sin que lo eche de menos. Para ser novatos y estar bebiendo continuamente no creo que lo hiciéramos mal. Carlos y Fernando, éste último que empezó además flojo, acabaron tocando con cuatro colores las canciones del grupo VI (de 8 grupos de dificultad). Un vicio, insisto, que se decidió que acabará como (auto)regalo de cumpleaños para un hermano pequeño.
La pena fue tener que volver andando, desde la Jota hasta el Coso, porque el Búhobus iba a tardar. Allí cogí el 33 hacia Las Delicias y, ya en el bus, una treintañera me preguntó si podía orientarla, porque hacía tiempo que vivía en Barcelona y no sabía bien si estaba perdida o no. Empezó a hablarme de la fiesta en la que había estado y a preguntarme por mi noche. Llegando a mi parada, me preguntó si vivía solo y cuando eché balones fuera (nada hay tan fácil como decir que vives con tus padres para que se apague el Etna) me deseó muy buenas noches, que descansase bien y me guiñó un ojo.
Malditas groupies.
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