viernes, 23 de mayo de 2008

Cine de verano: La boda

Llega el horror. Nadie podrá evitarlo. Este verano: mi exnovia se casa.

Hay cosas que pasan el día de tu cumpleaños que son raras de por sí. He de reconocer que éste ha sido peculiarmente raro. Es el primer año que estoy trabajando, con bastante trabajo además. No quedé con ninguno de mis amigos ni vi a mi hermano. Me llamaron para una entrevista, y me burlé del acento de la persona que me llamaba porque pensaba que me estaban tomando el pelo. Pero la palma se la lleva la noticia de que mi ex, entendiendo por ex, la exnovia de larga duración, se casa este verano.

Cuando te separas de una persona, siempre te preguntas ¿cómo le irá? Fatal. Le va fatal, de verdad. O eso creo yo. ¿Tan diferentes éramos, quizá somos, para que en poco más de dos años ella haya planteado casarse? Hace quince días que se embarcó en la compra de un piso. Intentar recordar cómo éramos entonces, qué ideas podíamos tener, lo que esperábamos del futuro cada uno, resulta como enfrentarse a un espejismo, a una deformidad de lo que ahora soy. O ahora soy una deformidad de lo que fui, objeto de decenas de cambios desde el momento en que nos dijimos adiós.

Tengo un futuro tan maleable y tan voluble delante de mí que todavía sigue dando vértigo. Y no puedo sino encandilarme por esta perspectiva. Qué importan los desamores, los contratiempos, qué importan, insisto, si nos vuelven a poner en el camino. En el fondo, a una gran parte de mí le encanta no saber dónde estaré mañana, mejor aún, cómo estaré mañana, y no le importa. ¿Autoconfianza? ¿Imprudencia? ¿Estupidez? ¿Inmadurez? Me excito al pensar que soy un autoconfiado imprudente, estúpido e inmaduro. Si a eso le añado un punto de frivolidad y de egoísmo, aquí estoy. Me estoy tocando la entrepierna.

Felices para siempre, sólo siempre que seamos felices. Me he acostado más tiempo con la novia que el novio, con el que hará dos años en octubre, creo. Me siento como el monstruo de debajo de la cama, sólo que no soy verde. Sé bien que no me invitan para que no me coma las flores de la mesa. La hipótesis no deja de ser interesante. ¿Irías? Valiente obscenidad sonreir y brindar por los novios, tomarte una copa con el hermano de la mujer de blanco, aquella a quien tú desvirgaste mientras le deslizabas promesas en el oído. Bromear, tal vez, con los nuevos suegros, ésos que vieron cómo te lloraba su hija cuando la dejaste bajar del coche y acelerabas sin mirar atrás. Creo que ahora mismo podría comerme el ramo de la novia, y probablemente sólo necesitaría una copa para pasarlo. Eructos con aroma a rosas y espinas.