Y tras un viaje a pie-bus-taxi-avion-tren-bus vuelvo a Bruselas. Qué bonita, con su cielo nublado, su gente hablando neandertal y francés, los buses que nunca estan cuando llegas a la parada, pero ¡y qué me importa! ¡me encanta abrir la cerradura de mi palacio belga!
Hoy tendré que hacer recuento de bajas en las filas de los Erasmus. Todos durmiendo, malditos bastardos, los que quedan, pues en el aire huele a fiesta, ayer hubo una gran fiesta, estoy seguro. Entre las bajas que ya no veré apoquinar para comprar Jupiler, Javi y Djordje, así que ¿con quién hablaré de indie o de funky? Simpático Rafa, que me encarga dos botellas de ron a las 3:30 de la mañana, disfrutando de Pearl Jam versioneando a los Who en un festival, cuando yo estoy en un bus entrando en Barcelona. Puedo pintarle un par de botellas, pero poco más. Vaya previsiones, canelo.
Ayer tuve reencuentro con Héctor, el pobre, que no sale en ninguna foto en el blog, y lo hice con él, la primera visita que tuve, y que por cierto vino cuando había que venir: en el primer cuatrimestre, que os lo dije. Su viaje aún fue peor, si mal no recuerdo, en plan Zaragoza->Barcelona->Gerona->Charleroi->Bruselas. Con dos huevos. Pues nada, estuvimos en una charla contrarreloj de una hora, haciendo balance del año, tomándonos un par de jarras (¡Ambar!) en los chinos, poniendo perdida la acera de cáscaras de pipa y cacahuete y riéndonos. Queda pendiente una fiesta a final de julio, que entre unos y otros no vamos a coincidir este verano todos, para variar.
Por lo que a mí respecta, me quedan 19 días para besar en la boca a esta ciudad y decir adiós a todo y a todos. No se qué será de este blog cuando vuelva a casa, tengo que plantearme si darle un tiro de gracia. Como a todo lo demás.
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